Para Raúl Vázquez
Otro día en la oficina. Benítez dormitaba en el sofá cuan largo era. Tenía resaca, como de costumbre, pero siempre llegaba a tiempo, incluso antes que yo. Era fascinante oirlo carraspear para después ver cómo se tocaba la sien con gesto lastimero:
—No lo vuelvo a hacer.
El timbre del teléfono. Dejé pasar un tiempo para que el sonido abarcara el lugar, dándole forma, consistencia. Afuera, tras la ventana, el sol reverberaba sobre los toldos de los autos que componían el paisaje, cada vez más apretado, del tráfico de medio día.
—¿Bueno? —contestó Benítez enrollando el cable entre sus dedos finos. Cosas como atender el teléfono, encargarse de la basura o lavar el baño de la oficina, al contrario de lo usual, parecían causarle un extraño placer, como si lo distrajeran de su continuo malestar—. No se encuentra.
—Es ella. Dile que sí estoy.
Era mi ex esposa, Perla Dayanara. Creo que el nombre lo explica todo.
—Dile a Benítez que ya no te niegue, papi. El tipo se porta como si fuera tu madre y sólo tiene veinticinco; podría ser tu hijo.
—Lo haré.
Perla Dayanara, que también podría ser mi hija, volvió a lo de siempre: la pensión llevaba dos días de retraso, debería considerar su propuesta de volver, estaba muy caliente. Dijo que ya no me engañaría con el primero que encontrara.
—La decisión está tomada —respondí—. Estoy en un caso y lo resolveremos pronto. Puedes estar tranquila con lo de la pensión —y colgué.
Benítez miraba a hurtadillas, mientras fingía buscar una aspirina. Encendí un cigarro y aspiré con delectación. Me gusta usar palabras infladas, como mi próstata. Le dediqué una mirada inquisitiva al retrato de Ross MacDonald, mi maestro. MacDonald era novelista y no detective. Cuando encontré su retrato en una librería de viejo —en un caso extrañísimo y menos estúpido que este, que tal vez algún día refiera— Benítez dijo que compartíamos la misma mueca de sorna: una media sonrisa que quiere decir algo como yo soy un segundón y ya ni eso me fastidia. Supe que había una conexión, quizá un asidero emocional para sobrellevar la rutina de mi vida sabiendo que en alguna parte existió alguien cuyos gestos, en mi cara, no eran más que un remedo.
—Jefe, hay que seguir la pista del motel.
—Elnecavé está cercado, Benítez. Si no altera su rutina, él mismo vendrá a nosotros —sacudí el cigarro sobre el cenicero.
El caso estaba a punto de cerrarse. Una típica situación de infidelidad. Nuestra cliente era Petra C. Valdivieso, una escritora de segunda. Fue mi amiguita un tiempo y yo le debía un par de favores; se los había ganado.
—Espera en el auto, tengo que ir al baño.
—Sí, jefe.
Seguimos a Elnecavé cuando salió de su trabajo. El lugar se encontraba en las afueras de la ciudad. La fachada tenía un fondo verde limón sobre el que se leía el nombre: MOTEL LA PIEDRA. Elnecavé ya había pasado por su acompañante, una pelirroja de piel como de leche. Benítez tomó las últimas fotos de la investigación cuando entraron.
Le eché un vistazo al rostro de Perla Dayanara antes de entregar las pruebas a Valdivieso. Con el dinero final de la escritora pagué la pensión. La pelirroja se lo había ganado.
Otro día en la oficina. Benítez dormitaba en el sofá cuan largo era. Tenía resaca, como de costumbre, pero siempre llegaba a tiempo, incluso antes que yo. Era fascinante oirlo carraspear para después ver cómo se tocaba la sien con gesto lastimero:
—No lo vuelvo a hacer.
El timbre del teléfono. Dejé pasar un tiempo para que el sonido abarcara el lugar, dándole forma, consistencia. Afuera, tras la ventana, el sol reverberaba sobre los toldos de los autos que componían el paisaje, cada vez más apretado, del tráfico de medio día.
—¿Bueno? —contestó Benítez enrollando el cable entre sus dedos finos. Cosas como atender el teléfono, encargarse de la basura o lavar el baño de la oficina, al contrario de lo usual, parecían causarle un extraño placer, como si lo distrajeran de su continuo malestar—. No se encuentra.
—Es ella. Dile que sí estoy.
Era mi ex esposa, Perla Dayanara. Creo que el nombre lo explica todo.
—Dile a Benítez que ya no te niegue, papi. El tipo se porta como si fuera tu madre y sólo tiene veinticinco; podría ser tu hijo.
—Lo haré.
Perla Dayanara, que también podría ser mi hija, volvió a lo de siempre: la pensión llevaba dos días de retraso, debería considerar su propuesta de volver, estaba muy caliente. Dijo que ya no me engañaría con el primero que encontrara.
—La decisión está tomada —respondí—. Estoy en un caso y lo resolveremos pronto. Puedes estar tranquila con lo de la pensión —y colgué.
Benítez miraba a hurtadillas, mientras fingía buscar una aspirina. Encendí un cigarro y aspiré con delectación. Me gusta usar palabras infladas, como mi próstata. Le dediqué una mirada inquisitiva al retrato de Ross MacDonald, mi maestro. MacDonald era novelista y no detective. Cuando encontré su retrato en una librería de viejo —en un caso extrañísimo y menos estúpido que este, que tal vez algún día refiera— Benítez dijo que compartíamos la misma mueca de sorna: una media sonrisa que quiere decir algo como yo soy un segundón y ya ni eso me fastidia. Supe que había una conexión, quizá un asidero emocional para sobrellevar la rutina de mi vida sabiendo que en alguna parte existió alguien cuyos gestos, en mi cara, no eran más que un remedo.
—Jefe, hay que seguir la pista del motel.
—Elnecavé está cercado, Benítez. Si no altera su rutina, él mismo vendrá a nosotros —sacudí el cigarro sobre el cenicero.
El caso estaba a punto de cerrarse. Una típica situación de infidelidad. Nuestra cliente era Petra C. Valdivieso, una escritora de segunda. Fue mi amiguita un tiempo y yo le debía un par de favores; se los había ganado.
—Espera en el auto, tengo que ir al baño.
—Sí, jefe.
Seguimos a Elnecavé cuando salió de su trabajo. El lugar se encontraba en las afueras de la ciudad. La fachada tenía un fondo verde limón sobre el que se leía el nombre: MOTEL LA PIEDRA. Elnecavé ya había pasado por su acompañante, una pelirroja de piel como de leche. Benítez tomó las últimas fotos de la investigación cuando entraron.
Le eché un vistazo al rostro de Perla Dayanara antes de entregar las pruebas a Valdivieso. Con el dinero final de la escritora pagué la pensión. La pelirroja se lo había ganado.
Mario Alberto Bautista
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