El origen de la poética está profundamente ligado a los dioses. La poesía es el acto de la concreción de la palabra divina en lengua terrena, el tránsito de la escritura; el poema es la palabra ya escrita, el hecho consumado. Las musas, damas preciadas y vehículos de la palabra divina, eran quienes entregaban, a los poetas griegos, los decires de los dioses para que se encargasen de dejar su trazo en el mundo. Eso fue lo que le sucedió a Homero, mera herramienta de escritura de La Ilíada y La Odisea, narrador mítico, fundador de la poética occidental y personaje cuya inexistencia es tan probable como su posible paso por la Tierra. La palabra divina, cedida al hombre (inspiración por fuera de su interpretación, por fuera de sus impulsos, por fuera de su vida pero irremediablemente ligada a ella) es la que modeló el modo de concebir la literatura en occidente. Una cesión que le dio un sustento escrito a la palabra divina, un transporte concreto al concepto religioso del mundo, que le confiere al poeta el lugar del elegido de los dioses; una extensión en la tierra del más puro y supremo de los poderes. Sin embargo, así como el tiempo cronológico es el tiempo de la evolución de las especies, el tiempo lógico es el de la torsión del sentido divino en la literatura. Torsión en la que el hombre fue apropiándose de la lengua; entendida ésta en el más amplio sentido de su definición: no sólo como idioma natural sino como constitución del discurso literario. La primera ruptura sucede, entonces, cuando la palabra escrita se separa de la divinidad, se yergue como independiente del poder y lo cuestiona. Entra a tallar, entonces, el lenguaje, lo que estructura.
Sesgando el sentido religioso a la apropiación de un espacio de poder simbólico –y a su modo de coerción traducido en promesas de salvación y amenazas de castigos e infiernos–, era de esperar que cualquier forma de subversión de esa dominación tuviera, como consecuencia, el mote de maldito sobre aquel que osase sostener, en el acto de la escritura, su propio discurso: en contra de la moral religiosa, en un comienzo; en contra del status quo en la era contemporánea. La señal/marca de lo maldito rompe con su acepción original de disvalor y, termina por ser representación de la revolución en el sentido más radical y simbólico que pueda tener el efecto de la escritura: discurso construido a partir del reconocimiento de la palabra como el bastión irreducible del sujeto. A pesar de aplicar tormentos, destierros, persecución y muerte, la cultura occidental (y lo que nos es dado saber de ella) ha visto con ojos sorprendidos la contínua aparición de poetas que han cuestionado no sólo el discurso dominante, sino el hueso mismo de la palabra.
La Iglesia Católica tomó el estandarte moral de occidente y produjo una de las manifestaciones más evidentes de la reacción del poder ante la torsión del sentido de la palabra: la Inquisición y su metáfora literaria, un libro sobre libros prohibidos, el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum que, créase o no, funcionó hasta 1966. Una breve lista de algunos de los autores incluidos en esa aberración, producto de la ceguera y la pobreza simbólica más exasperante, da una dimensión de la desmesura y la ineficiencia represiva cuando de mundo simbólico se trata: Gide; Balzac, Cervantes, Quevedo, Swift; Dumas, Dumas(h), Sartre; Rabelais; Bocaccio y France. Los libros que fueron incinerados dieron paso a hombres y mujeres que fueron incinerados. La persecución, la destrucción, la muerte en nombre de lo divino, mutó en la persecución, destrucción y muerte en nombre de los más altos valores morales de una sociedad. La caza de brujas impulsada por la Inquisición dio su nombre a feroces persecuciones en nuestro tiempo, desde los excluidos/perseguidos por McCarthy en Hollywood, hasta los intelectuales asesinados y desaparecidos por el gobierno genocida construido desde otra peligrosa trinidad: la junta militar que asaltó el Estado en Argentina en 1976. Más allá de eso, el poder subversivo de la palabra huye del fuego. De todos los fuegos. Apostar a ese poder es apostar a una vida digna, a una riqueza que está más allá de todo intento de exterminio.
Sesgando el sentido religioso a la apropiación de un espacio de poder simbólico –y a su modo de coerción traducido en promesas de salvación y amenazas de castigos e infiernos–, era de esperar que cualquier forma de subversión de esa dominación tuviera, como consecuencia, el mote de maldito sobre aquel que osase sostener, en el acto de la escritura, su propio discurso: en contra de la moral religiosa, en un comienzo; en contra del status quo en la era contemporánea. La señal/marca de lo maldito rompe con su acepción original de disvalor y, termina por ser representación de la revolución en el sentido más radical y simbólico que pueda tener el efecto de la escritura: discurso construido a partir del reconocimiento de la palabra como el bastión irreducible del sujeto. A pesar de aplicar tormentos, destierros, persecución y muerte, la cultura occidental (y lo que nos es dado saber de ella) ha visto con ojos sorprendidos la contínua aparición de poetas que han cuestionado no sólo el discurso dominante, sino el hueso mismo de la palabra.
La Iglesia Católica tomó el estandarte moral de occidente y produjo una de las manifestaciones más evidentes de la reacción del poder ante la torsión del sentido de la palabra: la Inquisición y su metáfora literaria, un libro sobre libros prohibidos, el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum que, créase o no, funcionó hasta 1966. Una breve lista de algunos de los autores incluidos en esa aberración, producto de la ceguera y la pobreza simbólica más exasperante, da una dimensión de la desmesura y la ineficiencia represiva cuando de mundo simbólico se trata: Gide; Balzac, Cervantes, Quevedo, Swift; Dumas, Dumas(h), Sartre; Rabelais; Bocaccio y France. Los libros que fueron incinerados dieron paso a hombres y mujeres que fueron incinerados. La persecución, la destrucción, la muerte en nombre de lo divino, mutó en la persecución, destrucción y muerte en nombre de los más altos valores morales de una sociedad. La caza de brujas impulsada por la Inquisición dio su nombre a feroces persecuciones en nuestro tiempo, desde los excluidos/perseguidos por McCarthy en Hollywood, hasta los intelectuales asesinados y desaparecidos por el gobierno genocida construido desde otra peligrosa trinidad: la junta militar que asaltó el Estado en Argentina en 1976. Más allá de eso, el poder subversivo de la palabra huye del fuego. De todos los fuegos. Apostar a ese poder es apostar a una vida digna, a una riqueza que está más allá de todo intento de exterminio.
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