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martes, 17 de julio de 2007

El anacrónico como un ser solitario.

Siempre han existido, para molienda de las buenas costumbres y moralidades rancias, seres cuasi irreales, absurdos, que osan de ir en contra de la corriente, y no me refiero a ese nefasto estar en contra de como disfraz, como pose, tan usado y gastado en estos días, similar al de esos neo, happy o supra punk (existen tantos términos hoy), que abundan por ahí, revolucionarios de escaparate, con sus vestimentas emo (¿qué demonios es eso!; emoticones?... emocionados?... ) Y tampoco hago referencia al tan ya confuso y confundido concepto de contracultura, que tanto se acostumbra mencionar en temas como estos.

Me estoy refiriendo a ese ir en contra de la corriente del tiempo, contra ese raudal de segundos, minutos, horas, días, años; el río del tiempo y lo que en sus sucias y turbias corrientes arrastra consigo: la vida y sus reglas establecidas, la vida como eterna comedia sin sentido, la vida ¡cómo la vió en tv! “Nace, crece, trabaja, cásate, ten hijos y muere feliz porque les has dejado un futuro asegurado, tu descendencia está asegurada” Qué patética ha llegado a ser la humanidad en cuanto a sus vanas pretensiones por trascender.

Hablo de personajes que durante el transcurso de la historia se han dedicado a no hacer nada precisamente en pro del acontecer histórico, del acontecer cotidiano, nada por perpetuar lo establecido. Desadaptados, irreverentes, disidentes, apartados, raros; infinidad de acepciones desfilan por mi mente, pero me gusta más, llamémosles por esta ocasión, anacrónicos. Y quizá sea dentro del terreno del arte donde más pululan este tipo de personas. Anacrónicos por excelencia como Sade, Kerouac, Van Gogh, Buñuel, Sartre, los cínicos, los malditos, quienes no comulgaban, y aún más, refutaban las costumbres impuestas de su época, irrumpieron con su propia dirección, abriendo un cauce con sus propias ideas, acciones y obras, dentro del devenir perenne del tiempo y su acaecimiento.

Cuando Alejandro Jodorowsky instauró el arte efímero en México, alucinando a la audiencia televisiva, neófita en todos los aspectos, tambaleando las buenas costumbres del pueblo, sabía algo acerca del asunto; aunque desde hace ya muchísimos años atrás se vengan ejecutando infinidad de bailes y rituales tribales, representaciones extrañas tipo performances que ciertos agrupamientos humanos aún acostumbran (obsérvese el comportamiento caníbal o de iniciación sexual de algunos), y que el mundo “civilizado” no comprende. ¿Qué tiene que ver lo anterior con lo anacrónico? Mucho, pues los actos absurdos, los actos poéticos, los actos insensatos, esos comportamientos y acciones de choque, de rompimiento dentro de un orden, son precisamente manifestaciones de dicho anacronismo.

No sólo en el ámbito del arte podemos encontrar a estos seres. Muchos criminales como Al Capone, Chucho el roto y también el representante mayor del lado oscuro de la luna, Charles Manson, son pertenecientes a esta estirpe. La leyenda de Bonnie y Clyde, los anti héroes por antonomasia, explotada por los medios gringos y bien digerida por la audiencia, demuestra cómo la sociedad, mórbida, es ávida a este tipo de personajes, necesita, conscientemente o no, de ellos, necesita de esas patadas al culo del arte, al culo de la vida, al culo de Dios, rememorando las palabras de Henry Miller, aunque después la moralina mojigata de esa misma sociedad sea quien los condene, los recrimine y los rechace.

Pero esto, a los anacrónicos, les tiene sin cuidado. El anacrónico, desde que se sabe anacrónico, se sabe solo, se percibe como un ente solitario, fuera de contexto, no pertenece, no encaja. El vagabundo y el loco son felices solamente si están solos, si se les deja ir en paz en contra de la corriente, que ya de por sí es turbulenta. El borracho zarrapastroso tirado en la calle, que canta ahogado de alcohol para una amante invisible, no necesita de mariachi que lo acompañe. Una horda de jóvenes solitarios, desadaptados en el camino, agarrando el camino en contra, un deambular, un divagar consciente hacia la Nada.

Desde el destierro (por parte de la sociedad pero también auto infligido), los anacrónicos observan el andar incesante de los otros, los “normales”, los, pero cómo no, pa’ servirle a usté, por siempre funcionales engranes de la gran maquinaria. Y, cuando no son artistas, ni famosos (ya sea Marilyn Monroe afirmando con su comportamiento que la belleza es la muerte y no la vida, o Jim Morrison jalándosela frente a otros miles de anacrónicos en pleno concierto), desde el anonimato también corrompen tan sólo con su presencia. Son como ángeles excluidos, vencidos y corruptos, que caminan a lado de nosotros, por las aceras. Es cuestión de percepción.

El anacrónico, pues, contempla apático el ridículo que acontece a cada segundo, desde la orilla del abismo negro que nos traga, ese gran agujero que como un embudo nos hunde hacía esa nada irresistible, misteriosa, que tanto temen los demás, levanta la mirada y desde ahí puede observar a los otros que como él, también al borde, no están haciendo nada por detenerlo o perpetuarlo, no están mandando algún mensaje a nadie en los celulares que no tienen, no van a misa, no votan y no creen en lo que les dicen, no están al borde del abismo montados en un automóvil último modelo; y al verse en el reflejo de los ojos de esos otros, del Otro, es que el anacrónico recuerda su condición y agradece tal soledad.

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