Uno suele espantarse las moscas, si las hay, cuando espera con impaciencia a que llegue el chofer del autobús. Rentamos el vehículo para hacer un viaje de placer a las playas, cercanas en realidad, a la ciudad. Éramos varios, muchos, hombres y mujeres. El chofer nos dijo que llegaría a las seis de la mañana por nosotros. Le dijimos que lo esperaríamos en un parque, buen lugar para reunirnos todos.
Muy cabrón él nos hizo esperar más de dos horas. Ya nos habían dicho que esa era su costumbre, hacer esperar a la gente. Pero decidimos contratarnos porque nos cobraba la mitad, una ganga, de lo que nos cobraban los demás. Que si el camión estaba muy viejo, que si nos tardaríamos más en llegar, que si mejor nos callábamos y aflojábamos la paga. La lana que nos ahorramos sirvió, eso sí, para comprar cerveza. ¡Uff, sacrificios!
Una hora y el muy hijo de la chingada no llegaba. Sin moscas que espantar, pero con la hielera hasta la madre, nos pusimos a pistear. Las viejas lo vieron primero con cierto desdén, después se encabronaron. ¿De qué sirve viajar bolos? El pisto a la vez nos ponía alegres y a la vez nos encorajinaba porque no llegaba el chofer, el pinche Juan. Todos comenzamos a cantar en coro aquella rolita de los Tacubos, esa del pinche Juan, que no seas tan punk, pinche Juan, mecae.
El pinche Juan llegó a la media hielera vacía, con su mujer a cuestas. Ambos, o sea los dos, nos saludaron de mano, él, y ella de besito. ¡Buena vieja! El pinche Juan ni siquiera se disculpó, pero su mujer, uff, su mujer.
En fin, que bien encanijados nos subimos al autobús. Ya pedo, pues, no me cansaba de ver las piernas de la mujer. Ella, desprotegida ante mi mirada, platicaba con el pinche Juan mientras conducía. Embelesado yo, distraída ella. Mi mente, la mente, ya saben cómo es la mente, escenificaba mil cosas sólo con sus piernas.
Pinche Juan, mecae.
¡Qué piernas! Valió la pena esperar.
Caliente que soy, neta, no lo niego, tuve que hacer una parada en el baño para darle en la madre de una vez a la erección.
Muy cabrón él nos hizo esperar más de dos horas. Ya nos habían dicho que esa era su costumbre, hacer esperar a la gente. Pero decidimos contratarnos porque nos cobraba la mitad, una ganga, de lo que nos cobraban los demás. Que si el camión estaba muy viejo, que si nos tardaríamos más en llegar, que si mejor nos callábamos y aflojábamos la paga. La lana que nos ahorramos sirvió, eso sí, para comprar cerveza. ¡Uff, sacrificios!
Una hora y el muy hijo de la chingada no llegaba. Sin moscas que espantar, pero con la hielera hasta la madre, nos pusimos a pistear. Las viejas lo vieron primero con cierto desdén, después se encabronaron. ¿De qué sirve viajar bolos? El pisto a la vez nos ponía alegres y a la vez nos encorajinaba porque no llegaba el chofer, el pinche Juan. Todos comenzamos a cantar en coro aquella rolita de los Tacubos, esa del pinche Juan, que no seas tan punk, pinche Juan, mecae.
El pinche Juan llegó a la media hielera vacía, con su mujer a cuestas. Ambos, o sea los dos, nos saludaron de mano, él, y ella de besito. ¡Buena vieja! El pinche Juan ni siquiera se disculpó, pero su mujer, uff, su mujer.
En fin, que bien encanijados nos subimos al autobús. Ya pedo, pues, no me cansaba de ver las piernas de la mujer. Ella, desprotegida ante mi mirada, platicaba con el pinche Juan mientras conducía. Embelesado yo, distraída ella. Mi mente, la mente, ya saben cómo es la mente, escenificaba mil cosas sólo con sus piernas.
Pinche Juan, mecae.
¡Qué piernas! Valió la pena esperar.
Caliente que soy, neta, no lo niego, tuve que hacer una parada en el baño para darle en la madre de una vez a la erección.
vlatido@gmail.com
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